Querida soledad,
Dicen que tú también eres
preciosa, pero entiéndeme, tú no me regalas las ganas de los sábados ni me
pones ojitos si quedamos, ni finges tan jodidamente bien que me quieres. Tú
llegas, te sientas al borde de mi cama, me acaricias el pelo hasta que me calme
y te bebes cada una de mis lágrimas. Te encanta correr delante de mí para que
te abrace, te escondes en el armario donde guardo los restos del desastre y me
vigilas con los ojitos grandes y en silencio. Ahora sé que me estás viendo
escribir hasta que me quede dormida y me verás hincharme a helado de chocolate.
Estás aquí porque sabes que aunque parezca que hay algo de vida en mí, ya no hay nada de mí en su vida. Tú lo sabes todo. Sabes que los diecisietes hacen que las heridas
sangren y escuezan. Que “hoy no me encuentro” porque los diecisiete pasos que hoy son hacia atrás me tienen desorientada. Sabes que se me encoge el
corazón si paso por esa calle, que la ciudad que tan llena de vida estaba, se
está ahogando este domingo. Y que quiero escapar de aquí. Porque ahora mismo no
distingo entre golpes y caricias, ni entre abismos y soportales.
¿Y sabes qué, Soledad? Que yo
te prefiero a los sinsentidos huecos y absurdos de antes. Que aprenderemos
juntas que tener la cabeza llena de fantasmas no es bueno, que es necesario
desatar vendas de ojos y nudos de garganta. Aprenderemos que la sensación de
estar al borde del acantilado y con un pié en el abismo no dura para siempre,
ni mucho menos.
Firmado,
La que murió de frío aquel
verano.
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